El factor desnudo

#Francisco Marzioni
3 min readApr 17, 2021

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La época contemporánea, como la llaman los historiadores más conservadores, está revestida de ropajes de civilidad y sensatez, que muchas veces pueden llevarnos a creer que el hombre alcanzó alguna especie de estado superior de la conciencia. El iluminismo y luego el positivismo parecerían haber puesto un piso de razón a las acciones y pensamientos, y si la filosofía de un siglo es el sentido común del siguiente, entonces podemos tender a suponer que el humano tiene un princeps scientiam y que desde ese cuerpo regidor de saberes básico forma opiniones, concluye y toma decisiones.

Pero oponiéndose a estos vestidos está el hombre desnudo, que somatiza su frustración, rabia, descontento y rencor en sus encuentros con otros. Esa desnudez evidencia que ese acuerdo tácito no existe, y nos enfrentamos no a un sistema de ideas o saberes, sino a sus emociones intensificadas. Las redes sociales funcionan como un conducto de esta expresión, amplificando de forma rizomática y otorgándole una herramienta dirigida a romper sus lazos con todo pensamiento razonable.

Y así es como el hombre desnudo, desde su domus, va eliminando como en un shooter de videojuegos todo aquello que encapsula la explosión permanente de emotividad que necesita expresar, que debe descargar para la construcción de una identidad que, al oponerse a los preceptos de razonabilidad, la percibe como única y especial. Se enlaza con los somas de otros como él, compone una manada que se solidifica a través de la autocomplacencia y la eliminación de factores que cuestionen o agrieten su muro de ideas.

La lucha del hombre vestido y el hombre desnudo es comparable a otras dicotomías y dialécticas que han abordado a los hombres en la historia, y que tuvieron por campo de batalla el ámbito de lo público, sobre todo de políticas y medios de comunicación. La lucha de dos bandos por el sentido, llevada a cabo en columnas de periódicos y muros de pirámides, en fiestas populares y sótanos de gente adinerada, en cafés céntricos y discursos, es una dinámica que signa las épocas y lugares, pero no por la posibilidad de encontrar similitudes le quita validez o peso específico en la contemporaneidad. Vano es el intento de los pensadores de subestimar un proceso presente simplemente porque haya ocurrido algo parecido en el pasado. Si bien la historia puede funcionar como una escuela, lo cierto es que su unicidad es innegociable, todos las expresiones sociales son producto de un tiempo y lugar de condiciones materiales e inmateriales únicas. Cada momento, aunque similar a otro, es irrepetible, y abordarlo históricamente puede echar luz, pero no tranquilidad y mucho menos, la autosuficiencia de dar por terminado el debate.

Pero sí es cierto que tanto tiempo de estar vestido por la razón, el hombre ha olvidado o decidido ignorar las expresiones propias de su desnudez que han sido brújula y sendero de tiempos pasados. Suponiendo que sus mantos y telas bordadas han cubierto todos los cuerpos, prefiere ignorar la desnudez, excluirla del debate, eliminarla como posibilidad. Retroceder al barbarismo, para aquel que disfruta de un espejo donde se reflejan la textil razón que le acaricia, es un horror que prefiere no contemplar. La concepción del hombre vestido de un tiempo lineal y progresivo como norma se opone a la relativización constante y la confusión del hombre desnudo, quien a su vez, ve las ropas del otro como una limitación impuesta por algún orden mundial que tiene muchos nombres y siempre existe en un plano superior y abstracto.

El “El último traje del Emperador”, un niño del pueblo señala la desnudez del rey, que se cree vestido por unas ropas invisibles. La fábula expone el poder de la verdad -simbolizada por la ingenuidad infantil- por sobre las costumbres del cortesanismo, caracterizada por la hipocresía, el secreto, el miedo y la especualción. Sin embargo, hoy asistimos a una puesta en escena donde los hombres vestidos gritan que los otros están desnudos, y lo vuelven a gritar cada día más y más fuerte, mientras los desnudos gritan que sus vestidos subvierten el camino hacia la desnudez salvaje y verdadera. Y así, esta dialéctica sin fin, se alimenta de la histeria emocional humana, un teatro de funciones diarias que agotan asientos para una ensordecedora sinfonía disonante donde ya nadie sabe quién toca, quién escucha y quién aplaude, mientras una mano invisible corta los boletos y cuenta el dinero que se acumula en las taquillas.

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